lunes, 23 de diciembre de 2013

Amanece con hambre y frío,
con las ilusiones escondidas
debajo de las cobijas,
con los vidrios empañados,
lo mismo que las promesas
de un mañana sin dolor de huesos
y sin deudas.

El noticiero con su somnolienta voz
adorna las verdades
-las terribles verdades-
con luces de color y caramelos,
aunque las luces no enciendan
y no haya caramelos para todos.

Los zapatos arrastran su lamento
antes de salir de casa
para abordar el torbellino cotidiano
de cansancio y resignación,
del "así son las cosas",
del "no pasa nada".

De rato en rato, alguien
desvía la mirada al cruzar la calle,
y encuentra a un par de chiquillos
jugando con latas,
o a viejas señoras tejiendo sonrisas.


Y pensamos que así transcurre la vida,
que así termina otro año,
que nos queda compartir el pan
y abrazarnos a nuestros sueños fracturados.

Pero el frío y el hambre vienen siempre
con un rumor ligero y disperso, en principio,
y arrojado y violento si las horas pasan.

Es un rumor que crece, silencioso,
cuestionando la desesperanza,
que abre las cortinas y arranca las cobijas,
que, no sabemos cuando, nos empuja fuera.

Y se acurruca en los cristales,
en el diario, en las calles,
en los niños y en los ancianos,
y se vuelve grito, y rabia,
y se comparte en el pan
y en el abrazo
del nuevo año.


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