lunes, 3 de octubre de 2011

dulce soledad...

Hay soledades dulces que nos permiten descubrirnos en otros ojos,
en viejas fotos,
o en los versos casi imperceptibles de alguna canción
que hace tiempo tarareábamos.

Soledades que toman la forma del aventurero que encontrábamos en el espejo,
o de los cuentos que colocábamos juntito a nuestra almohada antes de dormir,
del raspón que parecía la mayor desgracia, de la terrible y primera vez
que nuestros labios dijeron adiós, o del día que decidimos estar en desacuerdo con el mundo.

Son las mismas soledades que podemos mantener un ratito más en la lengua mientras saboreamos nuestras huellas y las pequeñas incertidumbres, y que compartimos a la hora de la cena con algún otro solitario, soledades que sumergimos en el café e ingerimos en forma de suspiros, o de besos, o de abrazos al desnudo...

Soledades que, de amanecer juntas, parecen volverse más pequeñas...

Volvieron a lavar la plaza
por la mañana,
lo hacen todos los días
antes de que amanezca,
quieren que creamos
que nada ha ocurrido,
que nada ocurrió hace 43 años,
hace 30, hace 14,
la semana pasada, ayer,
y seguramente mañana.

He visto que por ahí andan
la impunidad y el olvido
tomados de la mano
con su caminar arrogante,
y me parece entonces
que el tiempo le ha jugado
una mala broma a la historia,
que ya casi no recordamos sus rostros,
que vamos perdiendo la guerra...

¿Cuánto más durará la mentira?
Si el olor de la sangre
sigue penetrándonos hasta los huesos,
aún se escuchan gritos, metrallas y llanto.
Yo lloro también,
me lleno de indignación y coraje,
y maldigo a las bestias que me rodean,
bestias armadas, azules y verdes,
bestias de cuello blanco
y sonrisa perfecta,
bestias que cotizan la muerte en dólares.

¿Cuánto más vivirán de la muerte,
de nuestras muertes?
Aquí nada pasa, dicen,
y por momentos siento que nos aplastan,
que su ruido se traga nuestras voces
y sus muros ocultan el sol
y las lunas de octubre.

Pero no son más que muros de piedra
construidos con nuestras manos,
las mismas que han construido todo,
que pueden destruir y construir de nuevo.

Y esa sangre que se empeñan en limpiar,
hierve en nuestras venas cada mañana,
alimenta la memoria herida
que impregna de humanidad
cifras y nombres,
y recrea con detalles cada sueño
y cada esperanza.

Me veo luego en medio de la calle,
y te veo a mi lado,
decidido a no olvidar,
a  no perdonar,
a exigir castigo.
Y aparecen ellos, los que ya no están,
aparecen todos, enteros, felices,
marchando hombro con hombro,
abuelos, padres, hijos, hermanos,
mujeres, ancianos, niños, amantes,
el pueblo coreando a una voz
para que el ruido desaparezca,
y comience una nueva canción.